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#ensayo · Siempre fuiste tú, Jo

Qué tibia parece la vida cuando el alma humana no es atravesada de lado a lado por un fuego incontrolable. Qué ligera se muestra cuando las emociones no lapidan el gris del viajero. Y qué triste cuando la página se queda en blanco.


Las pasiones, esas emociones inefables que surten de las entrañas más profundas, son las que dan sentido a nuestra existencia, al viaje perdurable de quien ha llegado a este mundo. Pero el descubrimiento de una pasión es un proceso de enamoramiento cauto. Porque no se desgrana de buenas a primeras. Se trata de un tiempo crepuscular, ese que se produce en el instante de quietud, el que sopesa el susurro en el cuello y el que eriza la vasta extensión de la geografía humana.


Pero una pasión es incontrolable y su manifestación excede sobremanera la racionalidad y el juicio. Es la expresión desbordante de la vida, los talentos y el encanto de algo que no puede aprisionarse. Porque se escapa entre los dedos y estalla en el pecho.


Con la ligereza de una pincelada, los acordes de un pentagrama incompleto, los garabatos del alma puestos sobre el papel o el sensual tacto de la criatura marmórea. Sea cual sea su manifestación, la espiritualidad artística del ser humano es inherente al sujeto. Al que se siente llamado a algo más en esta vida. Al arte de crear. Al sumo hacedor aristotélico o a la criatura de Shelley. Devolver a la vida lo que yace en el purgatorio de las ideas.


Entonces es cuando llega la vocación fundante. El momento de trascendencia y reflexión que nos acerca al para qué de la vida. De brotar de las jaquecas del dios del trueno y plasmar distintas formas el aisthetikós griego, esto es, aquello que es susceptible de ser percibido por los sentidos.


Y en este bullir circundante del sujeto consigo mismo y con lo que le rodea, Josephine March es ese personaje que siempre fue. Un icono literario, como seguro hay otros entre las páginas de la historia, que acompañan la identidad de los que están llamados a crear. Es la recreación de un ideal literario, el alter ego de Alcott o los ojos de la sociedad del último tercio del XIX. El descubrimiento de lo que estaba llamada a ser a pesar de las vicisitudes. Es el carboncillo que impregna y dibuja los dedos de su portador. El que reclama un espacio en las mentes y en el colectivo de un momento puntual de la historia, aunque sus palabras se conviertan en imperecederas.


Saltar al vacío con la convicción de que la palabra tiene algo que decir. No solo llenar cuartillas y pliegos amarillentos, sino transformar la existencia de quien se asoma a ellos y los hace suyos. Porque el proceso de creación, el arte por sí mismo, es la dualidad más antagónica que pueda existir. Es el paso de la soledad más absoluta, el silencio, los tachones y la decepción personal a la entrega desinteresada al otro. A quien espera al otro lado conocer algo del alma del artista.


Es por ello que un personaje de la talla de Jo, la metahistoria del artista y escritor, trasciende las páginas de la obra. Es un paseo por la necesidad catártica de transformar lo que el mundo no llega a cambiar. Y también la oportunidad de llegar a lo más hondo de su condición.


Por eso el arte, el bien entendido como proceso de creación (artesanal), requiere de los tiempos de vigilia, de noches y silencios; también de reposos. De encuentros y desventuras, de ‘Penélopes’ que tejan y destejan y de ‘Scherezades’ que vuelvan a entonar un nuevo cuento al anochecer. Una gestación artística que busca la superación personal y el encuentro íntimo con el otro.


Y fue ahí, querida Jo, donde pude encontrarte en su momento. En la revelación de la historia y la palabra. Fuiste, además, ese salón de los pasos perdidos que embocó el mundo de la literatura y abrió nuevos horizontes de esperanzas.


Siempre fuiste tú, Jo.

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