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#reseña · El guardián de la marea

El gusto metálico todavía persiste. Igual que el salitre, la ponzoña o la muerte por la guerra o la enfermedad. Y con ellas, baja la temperatura. La atmósfera se tiñe de gris plomizo y frío. Pero hay otra parte que alberga el sol, la vida y la esperanza. Los reencuentros y el desasosiego al final de la vida porque todo ha vuelto a su ser (o más bien, se ha asentado donde debería desde un primer momento). Esas son las sensaciones encontradas que me deja el último libro que ha caído en mis manos. La obra de Mayte Uceda: El guardián de la marea.

Y en esta ocasión, como en otros títulos que he tenido el gusto de saborear, ha sido el libro quien eligió a la lectora —y no al revés—. Desde el primer momento y sin contemplaciones. Como esa primera mirada entre dos extraños que establecen una intimidad única. Así fue mi relación con esta novela.


Cerré sus 536 páginas con un amasijo de emociones que borboteaban en efervescencia continua. Y así lo sentí porque es una historia que pausa la vida, que muestra el recrudecimiento de momentos históricos terriblemente trágicos y que, a pesar de ello, ejerce una justicia poética del que debe sobrevivir cada día con la esperanza de algo mejor.


La vida compartimentada por los devenires históricos y la transformación que estos ejercen en los personajes que pueblan sus páginas. Desde su arranque con los recuerdos que trajeron y devolvieron a la luz a quien vivía en tinieblas, pasando por las pinceladas del paso del tiempo, a esa vida que se abre camino por la determinación del corazón.


Es por ello que esta novela es esa obra de la ausencia y la pérdida. De lo que fue en su momento y ahora ya no está. De lo que condiciona y adereza el alma humana para afrontar las vicisitudes de un futuro incierto. Y del llanto y el encogimiento por esa pérdida que la vida arrebata en un momento concreto para susurrarte que debes continuar. Que debes ser fuerte.


En esa vorágine es donde cada personaje se construye y va cimentando su futuro. Donde se sitúa el tablero existencial y los estratos sociales. Donde el ave fénix debe sucumbir para resurgir después con más vida y color.


Y precisamente por eso, por esa ausencia y pérdida, esta novela ha suscitado tantas emociones. Es necesario que existan sombras para que la luz irrumpa con más fuerza y aquí, la sucesión de claroscuros es lo que permite mantener una tensión narrativa fabulosa. Es la demostración de que la pérdida, la muerte y el desarraigo traen consigo una nueva concepción de la vida, nuevas corazas, nuevos susurros y nuevas miradas. Mayte ha sabido tocar los corazones y la intensidad emocional para ir cargando sus palabras de una esperanza solapada a través del amor. De esa imaginería personal del lector de “esto no puede terminar así” pero con la incertidumbre de que el peso del mundo a veces no da margen de error.


Es Marcela, protagonista por antonomasia de la novela, quien padece y sufre cada uno de estos desacatos de la vida. La conocemos siendo una niña y nos alejamos de ella convertida ya en una mujer. Este desarrollo tan profundo, tan psicológico y emocional es uno de los puntos que más me ha cautivado. La salida al mundo cruel, el que ella asume como parte inherente y en el que asume actitudes, comportamientos y roles que son mirados con extrañeza y repulsa, es el pistoletazo de salida de su crecimiento como personaje redondo que va cogiendo peso a medida que nos sumergimos en la historia.


Es ella la que, a pesar de los miedos y las dudas —pues muchos de los disparaderos literarios están contextualizados en un conflicto— muestra una determinación y una fe en su propia conducta y en su posición en el mundo a pesar de encontrarse en los más bajos estratos sociales. La atención que le prodiga a Hans al comienzo de la novela, el encuentro y la relación con Herminia, la enfermedad y la muerte con la epidemia de gripe española o la desinformación que determina vidas futuras son algunos de esos puntos de inflexión en los que se muestra el despliegue de este personaje que crece no solo en edad, sino en profundidad psicológica, en entereza y en desarrollo literario.


Junto a ella, dos personajes que están a un nivel de concepción y cincelación deliciosos. Hablo de Herminia y Hans. El recelo inicial hacia el personaje de la Maldiciones deja caer el telón para ver, en realidad, a una mujer derrotada por la vida. De un pasado con una losa demasiado grande para afrontar con buenos ojos lo que el mundo le tenía reservado. Una muerte en vida que llega a su propia resurrección cuando vuelve a conectar con lo que le fue arrebatado. Es la voz sabia de la conciencia inadaptada. La que tachan de bruja y de la que recelan todos. Menos Marcela. Es así como se forja entre ellas una relación recíproca de sanación y curación: de heridas vitales y de aprendizajes que vienen con la emoción encendida. Es el primer escalón en el crecimiento de Marcela.


La historia y la vida de Hans es un peregrinaje bélico que lo va configurando como ser humano. En él también existe un cambio sustancial de joven a hombre maduro. Testigo de la destrucción, de los intereses de su propia patria y de la masacre, todo ello va cuestionando su propia existencia. Del idealismo de juventud a la mesura de la experiencia.


Sabedor de que su bagaje profesional, su mundo y su vida solo se pueden centrar en los navíos, la irrupción de Marcela pasa de la gratitud más honesta al amor más profundo. Una revelación pausada y progresiva que él niega insistentemente al principio. Hasta que sucumbe. Y lo hace frente a esa joven adolescente, de una madurez supina para su edad, que quiebra sus pensamientos y su plan de vida. Enloquece por cómo ella percibe y se sitúa en el mundo. Por su fe, por su amor puro, profesado desde las entrañas, y por el proyecto de vida que quiere construir junto a él.


La relación de ambos, casi fraternal al comienzo, va cambiando sus tintes para que el amor, en proceso de gestación inicial, vaya desplegando todo su potencial y ambos caigan rendidos y luchen por él. Esta declaración de intenciones es tan maravillosa que se junta con la montaña rusa de emociones previamente mencionada. Enhorabuena por toda esta construcción, Mayte.


A estos protagonistas se une, además, un elenco que va entretejiendo el resto de subtramas y que permiten que la historia avance. La familia de Marcela con Isabel, Gaspar o Azarías. No existen personajes malos en esta obra, porque todos son hijos de su tiempo. Son personajes sufridos y sacrificados por lo que les tocó vivir. E incluso el propio Gaspar —disparador iniciático de la novela— es víctima del constructo social del momento. Igual que Isabel. Y en ambas relaciones Marcela es quien rompe con lo preestablecido. Es la que cuestiona que todo deba seguir así y lucha contra esa gran lacra que pesa sobre las clases humildes.


Junto a ellos, el escenario del hospicio, encabezado con sor Felipa y Mili abre las puertas a esa maternidad que Marcela no tuvo. Es el cuidado primoroso, el amor desinteresado y la confianza por una vida mejor. El reencuentro de la cuarta parte de la novela es el cierre que esa mujer de Dios necesitaba. Es la redención entre ambas por haberse marchado sin un agradecimiento o una disculpa y la alegría por ese otro tipo de amor en la vida.


Rosita, Thomas o Jimena son otros nombres propios que, al igual que sor Felipa, abren las puertas de nuevos escenarios y procesos literarios que enriquecen el devenir y la vida de Marcela. Porque todos ellos tienen un mismo denominador común que es ella.

"De pie en el muelle, a la luz anaranjada de aquel atardecer luminoso de otoño, las cuatro mujeres, unidas por el amor a un mismo hombre, lloraron la ausencia del hijo, del hermano, del padre y del esposo".

Además de todo ello, hubo un aspecto que captó mi atención y es lo que tiene que ver con esa dicotomía entre las Islas Canarias y Alemania. La descripción de los espacios, la adjetivación y las sensaciones se enfrentaban entre un clima cálidoárido, caluroso, que invitaba a llevar poca ropa y a guarecerse del sol en un patio sombrío a lo grisáceo del país centroeuropeo.


Esa detección se ve de maravilla en el viaje que realizan Thomas y Marcela después de una revelación que deja al lector casi sin aliento. Ese recorrido que parte del sur se va ensombreciendo, va adquiriendo tonalidades grises y metálicas un empaque menos amigable. Creo sencillamente que el lector percibe y siente que ha abandonado su zona de confort para meterse en la boca del lobo. Y esto también es un éxito narratvio. Los tiempos, las premuras, el miedo y la mentira mantienen el corazón encogido durante su recorrido hasta explotar en un momento cumbre de la novela —como siempre, evitaremos los spoilers—.


Por tanto, como lectora, sí percibí esa dicotomía entre calor y frío, norte y sur, colores vivos y apagados, vida y muerte. Una pareja que encarnan a la perfección Marcela y Hans. La primera como esa vida insular, llena de luz y de sol para comerse el mundo. El segundo, esa racionalidad puesta al servicio del deber y la guerra, de las tonalidades grises y los cielos nublados.


Bien comenta en la novela que Hans vino para llenar de luz la oscuridad de la vida de Marcela. Una servidora cree que es al revés. Que fue ella la que iluminó, trastocó y desestabilizó su vida y la marcó por completo. Que su lucha interior sobre el deber y el querer claudicó cuando se vio profundamente enamorado de Marcela y que su vida, su experiencia y esos ojos azules solo reflejaban el regalo más preciado que la vida le había traído.


Dispénsenme si esto no es como tal, pero esta humilde lectora así lo sintió. La atracción entre ambos fue de tal calibre que Marcela no dudó. Fue la primera que profirió un «Te quiero» —antes de que él lo hiciera en alemán para no sufrir tanto por si las cosas no salían como debían—; fue quien cumplió la promesa de juventud, fue la que se internó en el infierno de la guerra para traerlo de vuelta. No. No fue él quien la sacó de la oscuridad. Ella ya brillaba con luz propia.


Toda la obra en su conjunto, con la separación en cuatro partes, viene a la medida del paso del tiempo. Esa distribución que deja resuellos y bocanadas de aire en quien lo está leyendo enmarca muy bien los sucesos vitales y los avances de la novela. Esto se asemeja a lo mencionado previamente. La ausencia y la pérdida, grandes protagonistas a lo largo de la novela, dejan paso en la cuarta y última parte a un escaparate de desencadenantes que alegran a quien los ha acompañado a lo largo de las páginas. Es esa despedida paulatina de quien sabe que las cosas están cerradas. De quien, a pesar de todo lo sufrido, puede seguir mirando hacia delante con determinación. Por tanto, ese cierre, esa vuelta a la calma después de tantas emociones es una guinda excepcional.


Y, por último, el mar. Otro personaje más en la novela. Metafórica y literalmente es esa inmensidad que nos cuestiona y nos sitúa como elementos diminutos a merced de sus antojos. Es el que trae y arrebata la vida. Es la esperanza de que se sitúa al otro lado. La fe del marino, el sustento de la familia y el enemigo déspota. Qué sutileza para incluirlo en la novela en puntos clave y qué preciosa fotografía los paseos al final de la novela. Es la visita de un viejo amigo, del que ha compartido vida con uno y del que ha unido los devenires de dos personas.


Con todo y con más —y seguro que también con otras tantas cosas que me habré dejado en el tintero— El guardián de la marea ha sido un viaje trepidante, maravilloso, sentido y bello. Un canto al amor y a todas las barreras que este puede superar. Es por ello por lo que estoy muy de acuerdo con la cita elegida al comienzo de la novela:

"Ama un solo día y el mundo habrá cambiado"

de Robert Browning. Marcela amó. Y lo hizo de tal manera que no solo irradió su mundo sino el de los que estaban a su alrededor.

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