Si Oscar Wilde levantara la cabeza todo sería "Ideal"
En estos días en los que la iluminación navideña ya inunda las calles de la capital y los paseos arriba y abajo por Gran Vía desgastan suela, tuve la oportunidad de acudir de nuevo al teatro para ver en esta ocasión una de las obras del gran irlandés: Oscar Wilde. Un marido ideal.

La caja de fósforos dramática sita en la calle Tres Cruces nos dio la bienvenida con el nombre de Teatro Príncipe Gran Vía. Uno de esos locales con solera rubricada por los olores y formas de antaño. Un flashback de colores, espejos y butacas de cine antiguo con moqueta oscura y desgastada de las muchas y muy variadas representaciones que habrán pasado por sus paredes. Una tarde íntima con un escenario sencillo, actualizado y con toques que separan la obra original (estrenada el 3 de enero de 1895) con otros más semejantes a los años veinte o treinta (decidan ustedes si los felices o los terribles). Y que Dios me pille confesada (como a alguno de los personajes de la obra) por haber dicho estas palabras. El enfoque va más por la aguja y el hilo que por la representación. Un salto temporal que moderniza vestidos, chaquetas y levitas. Así que si me lo permiten me remangaré y entraré en harina.
La obra original de Oscar Wilde, a quien por aquella época ya le reían absolutamente todo por ser ya un mito en vida, presenta la realidad latente del Londres de finales del siglo XIX. Un político ejemplar que pretende luchar contra la corrupción sin saber, o más bien recordar, que en sus escarceos de juventud él mismo sucumbió a las tentaciones de la cartera forrada. El momento de expansión de la corona Británica, con sus ínfulas coloniales de trasfondo, son un bajo continuo que sitúan a Robert Chiltren, protagonista de la obra, en el ojo del huracán.
A partir de aquí se suceden todos los devaneos y dimes y diretes propios de la pluma de Wilde con cinco actores y actrices que se meten a la perfección en los patrones de personajes arquetipo con un arco argumental de peso y que hacen reflexionar al espectador que busca algo más que una risa fácil. Y es que parece que durante la obra revolotearan como querubines las virtudes teologales (a saber: fe, esperanza y caridad) con las más perversas perdiciones del ser humano.
Y esta lucha metafórica y titánica cobra vida en cada uno de los personajes. Desde Robert Chiltren (interpretado por Juanjo Artero) como ese hombre sin mota de polvo que cae en desgracia por un error de antaño y que vuelve a su vida de la mano de Laura Cheverly. Candela Serrat lleva a cabo una apuesta de esa conciencia en los hombres y mujeres de poder que sería fácilmente reproducible en nuestros días sobre la tentación, el poder, y el dinero. El soborno y los beneficios a terceros para incrementar el ego personal. Es la versión demoniaca del Pepito Grillo del cuento. Falta de escrúpulos, ventajista y con un único objetivo. Su intervención en la obra es la que calibra y da pie a que los picos de tensión puedan avanzar.
El detonante, unas cartas en las que se ratifica un soborno, ponen en el disparadero a otros dos personajes. La primera de ellas, la mujer de Robert, Gertrudis Chiltren. María Besant se ha vestido y ha asumido en esta representación la ética y la moral en un mundo desmembrado por el oscurantismo de poder. Se ha puesto a las espaldas la integridad y la decencia de una mujer que ha sido engañada por su marido y cuyo ritmo de vida tiene los pies de barro al haber sido fruto de un engaño. La dicotomía entre la imagen de marido ideal que ella tiene y la realidad ponen al personaje en una indecisión profunda. María es capaz de mantener la altivez de una mujer que quiere a su marido pero al que no puede reconocer después de saber el error tan atroz que cometió con una moralidad cuestionada en las más altas esferas de la sociedad británica. Toda su interpretación pivota en la preservación de lo que moralmente un personaje público debe asumir y la fragilidad de un matrimonio que hace aguas a raíz de la fatal noticia y los sobornos posteriores de Laura Cheveley. Fue una delicia poder ver a María Besant en un registro exigente (ya no a nivel técnico solamente) sino en esa inestabilidad moral que debía a su personaje y que asumió de una manera sublime. Como siempre, se mete de lleno, da respuestas y engancha al espectador con su proyección e intervenciones. Saber mantenerse en ese punto interpretativo y hacer partícipe de ello a los que ocupábamos el patio de butacas es digno de admiración.
En todo este torbellino de indecisión moral es el personaje Arthur Goring quien dará un poco de luz a tanta frustración. A pesar de aparecer al comienzo de la trama como un personaje banal e incluso cómico, su peso argumentativo se va acrecentando cuando dejamos de verlo con ojos de mujeriego y aprovechado para hacerse valer como un buen escudero de Robert Chiltren. La interpretación que hace Dani Muriel es para quitarse el sombrero. Va equilibrando la dualidad de intereses y con sus intervenciones, sentencias y silencios ayuda al espectador a entender el mundo y el objetivo de Wilde al escribir una obra de este tipo.
Juanjo Artero nos abre una visión que, seguramente, hoy nos costaría ver en algún personaje público. Es la lucha interna de una persona sabedora de un error garrafal y cuya vida profesional y personal pende del hilo de la ética o la tentación. Las dos caras de una misma moneda. La pulcritud política, el ejemplo y la decencia acompañados de la mentira, el soborno y el deseo de más. Al igual que Arthur Goring, el personaje que Artero encarna es una dualidad que nos llevaría a pensar en otras correlaciones literarias como El doctor Jekyll y mister Hyde. Esto es, cómo en un solo ser pueden convivir dos percepciones antagónicas y antitéticas. Y él es capaz de llevarlo al escenario compartiendo ese peso y rompiendo la cuarta pared para hacernos partícipes de su sufrimiento. Es la voz de un narrador omnisciente llevado con soltura, elegancia y dudas humanas.
Cierra el elenco Ania Hernández en el papel de Mabel Chiltren, hermana de Robert. Un personaje que, a priori, puede parecer superfluo y de perfil típicamente decimonónico buscando un marido como sea. Termina “pescando” a Arthur en un triunfo del amor para ella y en una condena para él. La crítica y la sátira al matrimonio, el enamoramiento y las parejas que el personaje de Dani Muriel prodiga a los cuatro costados se le termina volviendo en su contra para caer en las redes de Cupido. Ania Hernández tiene la capacidad de hacer de su personaje una criatura deliciosa, que roba risas y sonrisas en su declaración y en su maravillosa interpretación para hacer tan suyo un personaje de este perfil. Lo dota de humanidad, de deseos y pasiones.
En realidad, la cosmovisión que presentan estos cinco personajes y la actuación llevada de manera soberbia por estos cinco actores y actrices es el reflejo atemporal del ser humano y su debilidad. Es la manzana y la serpiente; el talón de Aquiles o las tentaciones del desierto. Es lo que enfrenta al hombre y la mujer para conocer su integridad, sus valores y su concepción personal y social. Todo ese maquillaje de pulcritud, decencia y buen hacer para enmascarar lo más visceral y reprobable: beneficiarse a costa del otro.
Pero el mundo sigue girando… y recordando que esta crítica que hizo Oscar Wilde se exponía entre risas fáciles y copas de champagne. El postureo de finales del XIX.
Y lo peor de todo es que la pervivencia de esta visión se traslada hasta nuestros días. Como rezaría cualquier tweet con un meme viralizado: “da igual cuándo leas esto”. Es el pie de página que nos sigue acompañando más de un siglo después.
La cuestión que nos deberíamos plantear como ciudadanos del mundo es: ¿hasta cuándo vamos a tener “maridos ideales”? (y, por favor, cambien “maridos” por aquella palabra que se ajuste mejor a sus necesidades).
Esta obra, la del pequeño Teatro Príncipe Gran Vía, vuelve a poner sobre el tapete la necesidad de sacar a la luz la decadencia del ser humano y seguir luchando por aquellos ideales que convierten a la persona en una criatura valiosa, única y de valores. Esos que hemos ido perdiendo por el camino buscando lo ideal de todo y la mediocridad de nada.
Así que ya saben… “sean ustedes mismos, el resto de papales ya están cogidos”.
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