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#reseña · Una cura para el alma

Que Valery Sherman ya me encandiló en la saga de Minstrel Valey de la mano de Mariam Orazal era una realidad como la catedral de Burgos. Y, además de sumergirme en el entorno idílico de la Regencia de Selecta, la llegada de Una cura para el alma reafirmó mis primeras impresiones. Novela ganadora del último Premio Vergara, la obra de Mariam es, precisamente, esa cura dentro del vasto género romántico. Y digo esto porque la he considerado como esa novela que llega en el momento, las circunstancias y el devenir perfecto. El contexto vital en el que nos movemos actualmente, la realidad tan cambiante desde el pasado marzo de 2020 y el giro de 180º que ha dado la vida al ser humano se han convertido en un acicate para que su obra se haya colado en el corazoncito de una lectora empedernida.

Y creo que debía una reseña con esta novela porque ese “llegar en el momento justo” ha sido también una reflexión relativa a temas como la mujer, la medicina, las vacunas o los distintos escalafones sociales. Es por ello que casi necesito empezar la reseña por el final. Por las notas que Mariam incluye al poner punto y final a la novela (sí, después de que quienes nos hemos zambullido y hemos disfrutado como enanos tengamos que salir de nuestro encantamiento romántico). Precisamente porque creo que es aquí donde ella deja latente algunos de los cimientos de la novela que le dan, en su conjunto, una cobertura especial al género romántico.


En primer lugar, por la concepción que hace de la mujer y la medicina. La revolución femenina para abrirse paso en un campo eminentemente masculino y estratificado. Una fragmentación tan clara que salpica no solo a nivel profesional sino a nivel personal y de género del personaje principal, Paige. A pesar de que la ficción nos permite recrear y concebir nuevos escenarios, parajes y personajes, saber que existe un rigor a la hora de plasmar los pasos de las pioneras en el ámbito de la medicina devuelve, ya no solo el disfrute de la literatura, sino su propio aprendizaje. Apuntado queda el trabajo de investigación de Pilar Iglesias Aparicio.


Este es, sin duda, uno de los pilares para empezar a construir Una cura para el alma. Ese que permite situar y contextualizar al personaje femenino principal en su ‘hábitat’ en la casilla de salida que permitirá al lector/a acompañarla con todas las vicisitudes que la trama le deparará.


Hay, también, un segundo elemento que para mí es el auténtico bajo continuo de la novela y el que extiende después sus tentáculos para que la trama se estratifique y coja cuerpo. Ese elemento es la enfermedad. Y no quiero solo circunscribirlo a la difteria que padece Matthew, el hijo del duque de Breightom. No. Aquí la enfermedad se convierte en ese aderezo indispensable para conocer en profundad a distintos personajes. Para ver cómo el mal (ya sea físico o de espíritu) va carcomiendo las esperanzas, las ilusiones o deseos de quienes viven la historia. A ello se une, además, el componente recíproco de dicha enfermedad que no es otra cosa que la salud, la medicina, la atención al convaleciente. A partir de esta dicotomía vida/muerte (ya que esta parece estar oteando constantemente las dependencias más selectas de Londres) se crean los personajes.


Cierto es que la trama principal es la que acompaña a Matthew. La existencia de un mal que puede llevarse por delante la vida de un niño tan pequeño sin que los lujos, las fastuosidades, riquezas o títulos puedan hacer nada. Me recordaba este aspecto a Jorge Manrique con sus Coplas. El poder de la muerte para igualar la condición humana, independientemente de la cuna. La amargura por saber que la Parca revolotea sin distinción alguna y que todo es una carrera contra el tiempo.


Este detonante es el que permite que la progresión temática ruede. Y abre nuevas “enfermedades” en la novela. La que me ha parecido maravillosa ha sido la de Max. Su arco argumental, que puede y tiene los condimentos de un duque al uso, se ha cocinado con una psicología perfecta. La dualidad del rico y privilegiado con la del padre y el hombre. La fastuosidad de conseguir cualquier cosa y poder perder lo único que no puede retener (su hijo y después, Paige). De nuevo, el concepto de la “muerte” hace su aparición. Es un personaje sumido en un aletargamiento emocional importante que se acentúa y agrava con la enfermedad. Creyente a pies juntillas de que su poder podrá solventar cualquier contratiempo. Todo su mundo, su arquetipo social y estructural, se desmorona cuando ve que no controla la situación iniciática de la novela. Y, más que nada, cuando descubre que debe apostar todo lo que cree y considera en una doctora. En una mujer. Nuevas normas, nuevas reglas y un tablero de juego nunca antes visto.


A esto se suma una dolencia humana, trascendente, que es la que tiene que ver con su primera mujer. A pesar de no querer hacer ningún spoiler de campeonato, esa situación que le embarga de dudas e interrogantes también va minando su vida. Las conjeturas, los condicionales de “Y si…” se apostaban en su pensamiento al tiempo que libraba la batalla para salvar la vida de su hijo.


Con todo este cóctel de emociones e ingredientes que configuran al personaje de Max aparece en escena Paige. Para mí ella es la reencarnación del título de la obra. Es ese nuevo Orgullo y Prejuicio que encarnaban Lizzy y el señor Darcy pero en la piel de una doctora y un duque. Esa cura no va destinada al pequeño Matthew, sino a ellos mismos. Es un alegato a permitirse vivir con el amor por bandera superando prejuicios sociales y personales. La determinación de que cuando el amor se cuela entre dos personas no hay ningún otro remedio que pueda aliviar los pesos del alma y el espíritu.


Y ella, con todo lo que la define, es la que devuelve la vida a Max, a su hijo… y a sí misma. Es una sanación hacia el exterior y el interior. Y en Paige he vuelto a encontrar la facilidad que tiene Mariam para dibujar un perfil femenino que encarne los principios de la novela romántica y le incluya ese ‘rock & roll’ que (a título personal y como una valoración propia) se necesita en la nueva época de este género. Una mujer decidida y franca en su labor profesional. Con nuevas ilusiones y proyectos, retos y propuestas de vida. Sin dejar de lado esa feminidad que va enamorando al duque. Es ese from enemies to lovers’ tan seductor que uno disfruta con este proceso. Es la capacidad de utilizar un complemento tan, a priori, insignificante, como unas gafas, para no definir a un personaje femenino enteramente perfecto que desde el minuto uno enamore al protagonista. No. Es la terquedad personificada, la determinación, la igualdad por bandera y también el miedo a lo desconocido. Es el cuidado más candoroso para aquel que no puede valerse por sí mismo y la mirada más fulminante cuando se enfrenta a una injusticia. Y, como apuntaba previamente, el detalle de las gafas fue un aderezo que me resultó enternecedor. Quizá porque exista de soslayo alguna otra lectura a “saber mirar” y cómo el duque hace este ejercicio para dejar a un lado todos los prejuicios que pueden existir para mirarla, como diría aquel, con los ojos del corazón.


Paige es también un personaje que, al principio de la novela, se resiste a permitirse vivir bajo los impulsos que su corazón le va descubriendo. No se ve con la potestad de ser y vivir feliz cuando descubre al duque y todo lo que le hace sentir. Ella misma provoca un cerrojazo emocional que la lleva a un sufrimiento que solo el propio Max es capaz de hacer caer. Porque, si existe un momento de la novela clave, es la conversación que mantienen Max y Redditch. No diré que es ese otro elemento de “espejo” para hacerle entender al duque que ella lo desea, pero no puede destruir todas las convenciones sociales pero que sí está en su mano —la del duque— poner la tirar la puerta debajo de todo el cotilleo elitista londinense.


Es Redditch ese personaje bisagra para que las desavenencias de los protagonistas no se vayan por mal camino. Y, a pesar de que Max lo consideraba en origen un contrincante por la conquista de Paige, ese momento de confrontación, de “espejo” y determinación para ir a por ella antes del baile final es el desencadenante perfecto.


Este es uno de los dos giros que a mí me gustaron sobremanera porque permitieron mantener la novela con la tensión argumental durante todas sus páginas. El primer momento (y aquí me quito el sombrero porque en ese momento parecía todo resuelto en la novela) es la aparición de la madre de Max y lady Olivia. Es un giro en la trama que complica lo que parecía destinado a encontrarse. Una montaña rusa de sentimientos y emociones se desatan cuando la duquesa viuda empieza a deambular por las vidas de Max y Paige.


Así, poco a poco, y con un ejercicio que para el lector/a es tremendamente agradable y emocional, se van tejiendo las distintas tramas de la novela. La última de ellas, la cual tampoco quería dejar pasar, es la que tiene como protagonista a la difteria. Discúlpenme, pero en mi concepción esta es una antagonista fabulosa contra la que tienen que luchar cada uno de los personajes y a los que pone, precisamente, en movimiento para que la trama continúe. De esta manera se abre ante nosotros otro campo tan revelador como la investigación científica y, en este caso, la experimentación con las vacunas. La explicación que Mariam aporta al finalizar la novela permite nuevamente situarse en ese duermevela entre la realidad histórica y la ficción necesaria para construir su novela pero abre la puerta de los avances científicos tan propios de finales del XIX y que permitieron asentar los avances y la mejora de la salud. Es una ‘precuela’ de cómo se gestó la cura contra la difteria y la de vidas que pudo salvar. La confianza en la ciencia y sus posibilidades. En las nuevas oportunidades de vida que brindó y la esperanza de salvar al pequeño Matthew.


Son, por tanto, muchos los aderezos que ha incluido Mariam en su novela. Y todo ello le va dando un regusto a la obra que quienes disfrutamos con la novela romántica nos hemos relamido los bigotes.


Incluso el epílogo de la novela es apropiado en este caso. No soy partidaria de su uso porque creo que a veces es mejor que la imaginación del lector/a haga el resto, pero en esta ocasión era tan necesario que cierra perfectamente la estructura de la novela y es la guinda esperada para cerrar la cubierta con una sonrisa.


El estilo, la sintaxis o las descripciones son otro de los puntos fuertes. No sé si es por haber profundizado en el género romántico pero cada vez veo más necesario que la lectura aporte algo más que la historia de los dos protagonistas. Y ese enriquecimiento lo trae consigo el buen uso de la lengua en la construcción de lo que se quiere contar. Mariam lo consigue a la perfección. Estructuras ágiles, sencillas, imágenes potentes construidas con sintagmas concisos y que recrean la fotografía en la mente o la facilidad en su lectura le dan un plus a la novela que es digna merecedora de este Premio Vergara.


Solo puedo recomendaros su lectura si sois amantes del género romántico. Por todo lo que ha aportado a una bella historia de amor y un telón de fondo histórico y científico a la par. Ya les anticipo; grandísimo antídoto su lectura. Así que pidan receta y adelante con ella. :)

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