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#reseña · El viento que sopla salvaje


Creo que todavía tengo la arena en mis pies y el salitre del mar en el cuerpo, como ese perfume que se adhiere y va dejando un reguero identitario del que pasó por ahí. También la instantánea artística, la pincelada, la luz y el brillo de quien ve la vida a través de otra perspectiva. Y también tengo el Modernismo y las Vanguardias en el regusto literario. Aquello que es exótico y rompedor a la vez; lo que no limita las concepciones prefijadas de una sociedad abierta a un cambio y a unas mentalidades distintas; lo que no deja indiferente al espectador de una vida todavía en blanco y negro y que algunos querían verla estallar en color.


Y todo ello absorbe en parte las experiencias y el frenesí que ha dejado la última novela que he podido disfrutar en este tiempo. Se trata de El viento que sopla salvaje de Pilar Pascual Echalecu y que publicó Espasa el pasado mes de junio.


Cerré su última página con la sensación de haberme sumergido en una obra de estratos, una obra poliédrica que trata distintos temas y géneros. Por supuesto que muchos podrán catalogarla de thriller por esa muerte que no era tal o por el intento de descubrimiento de Olivia; otros podrán hacerlo de novela con tintes históricos porque su contextualización nos sitúa en 1918 y 1948 respectivamente. Pero desde mi punto de vista hay dos conceptos que articulan esta novela: el existencialismo y el costumbrismo. Dos tópicos literarios que a día de hoy siguen siendo fundamentales para dar cobertura a una literatura no solo de entretenimiento sino de crecimiento, de aprendizaje y de empatía con la realidad que nos circunda. Y esto solo puedo agradecerlo porque nos sitúa en el disparadero de nuestra propia existencia y realidad.


El primero de ellos se despliega como un torrente incontrolable que nos acerca a la realidad, la experiencia y las vivencias de los personajes. Porque el descubrimiento de dicho existencialismo, las razones, los para qué y los porqués se van sucediendo con la revelación de Olivia. El uso de un narrador en primera persona le da la fuerza que requiere la progresión temática al tiempo que nos sitúa en una única visión —inicial—donde existen muchos interrogantes y dudas por resolver. Es también la mejor elección para ese detonante literario que hace arrancar la novela: la muerte de su madre. Los ojos de la Olivia de 1948, esos con ciertas arruguillas que denotan el paso del tiempo, las experiencias y las emociones encontradas de la edad adulta chocan con esos otros luceros de 1918, los ojos adolescentes que se abren a un mundo nuevo y lleno de posibilidades. Los que brillan por el otro y los que dicen sin mediar palabra. Los que no quieren parpadear para no perder nada de lo que le circunda. Esos ojos son la puerta de entrada al mundo interior de Olivia y al despliegue de la novela. Esa metáfora de la belleza entrando en el interior del sujeto a través de las miradas y las percepciones de las mismas también condicionan nuestra existencia. Cómo ella, en su madurez como mujer, vuelve la vista a los recuerdos que solo se recuperan cerrando los ojos y dejando que la mente y el corazón hablen.


Por eso, el existencialismo subyace a la calma preestablecida de una sociedad acomodada que sabía y conocía cuáles eran sus deberes y obligaciones. Una calma que Verónica hace saltar por los aires. Precisamente por ese cuestionamiento de su existencia, de su devenir en la tierra, de por qué y para qué. Y parece que solo es ella la que busca romper el orden preestablecido. La que propicia los escándalos, las habladurías y los cuchicheos de las esferas más pudientes. En ella lo excéntrico se convierte en provocación. Sin embargo, el estrato y las realidades y vidas de otros personajes abren el cuestionamiento de todo lo que no se decía pero existía. Es la constricción del deseo por el “qué dirán”. Solo hace falta conocer un poco más a Frasca, Isabel, Ana o Adán. Estos cuatro personajes son el ejemplo de la lucha perdida y relegada al ángulo oscuro, ese que no debe nombrarse ni descubrirse. Curioso, además, que esa prohibición en todos los casos tenga un denominador común como es el amor. Entendido en su máximo esplendor. En ese deseo del uno hacia el otro y de la entrega absoluta sin contemplaciones sociales. Esta existencia sufrida, porque en ningún caso se puede construir abiertamente, forma también parte del descubrimiento de Olivia. Es la apertura a un mundo y a unas posibilidades que ella desconocía por completo.


Al comienzo de la novela Olivia no cuestiona la realidad del mundo, lo que provoca que no entienda a su madre y la condene tal y como hacen el resto de sus familiares. Es en el avance de su investigación, de sus recuerdos, de las paredes blancas de la casa de verano, donde va descubriendo nuevas aristas de una sociedad muy bien pulida. Cuando empieza a reflejarse en su madre, a la que no quería imitar, pero de la que forma parte. Es la lucha de saberse una en el mundo. En un mundo que no se ajustaba a sus pretensiones y que, poco a poco, la coaccionaría de manera silenciosa.


Es aquí donde entra la segunda variable literaria: el costumbrismo. Las escenas y cuadros fijos de la forma de vida, de la realidad y de la manera de proceder que se esperaba de cada uno en función de su posición en la sociedad están latentes desde el primer momento. Lo que se debe y no se debe hacer o decir o cómo y de qué manera se debe comportar uno. Y aquí, nuevamente, tanto Verónica como Olivia hacen saltar la banca. Estas costumbres heredadas, las que definen a cada un de los personajes, parecen pilares inamovibles que Verónica rompe en repetidas ocasiones, ocasionando un escándalo abrumador. Y me quedo con dos de las muchas escenas que me ha regalado el libro.


La primera de ellas es la escena de la playa. Una auténtica provocación que pone en evidencia la honorabilidad y reputación de su familia. Pero ese momento se fraguó en mi mente como una escena del cine con nombres de divas como Lauren Bacall, Ingrid Bergman, Judy Garland, Rita Hayworth o Audrey Hepburn en los años dorados del Hollywood de blanco y negro. Era ese despliegue de elegancia, seducción, provocación y belleza. Una coctelera que, nuevamente, deslumbra a los ojos de Olivia —y de Ana también— por un mundo diferente; uno que no puede ser tapado ni atrapado —ni con todos los albornoces el mundo—. Ese costumbrismo salta por los aires.


La segunda instantánea es la fiesta al final del verano, uno de los puntos culminantes de la obra. Creo que en ella confluyen todos los elementos que Pilar había ido trabajando a lo largo de las distintas páginas. Los elementos que la construyen —la casa, el jardín, la elegancia y el champán corriendo por las copas manchadas de carmín— volvían a reflejar lo que debía y tenía que ser. El elitismo social en un gueto exclusivo. Es una escena perfectamente diseñada. Los personajes han evolucionado y se han abierto al lector con sus vidas y mochilas a cuestas. Las relaciones rotas en el seno familiar ya se habían puesto sobre el tapete y el freno de mano del decoro poco podía hacer ya. La intencionalidad de Verónica, la reivindicación y el despliegue de su voz sobre la coralidad de personajes y el ansia de la vida y la belleza están por encima de cualquier convención. Es una auténtica explosión que culmina de una manera estética y dramática. Es una conjunción de elementos que habían ido cobrando vida en la sucesión de las percepciones de Olivia y se transfiguran en mitad de la noche malagueña y a la luz de un jardín que es el reflejo de la vida de Verónica. Es el legado que deja a su hija. La naturaleza, la belleza y el arte como formas de vida. Es, por tanto, esta segunda variable, la costumbrista, la que se va resquebrajando poco a poco a lo largo de la novela. A veces de forma imperceptible en la propia Olivia; otras de forma impetuosa y torrencial como las dos escenas previamente mencionadas. Qué montaje tan absolutamente maravilloso para ir creando esos estratos y aristas en la vida de los personajes y de sus vivencias.


Además de este binomio, que para mí fue fundamental a la hora de ir tejiendo mentalmente la novela, hay otros aderezos que han sido un golpe de aire renovado y de recuerdos de la niñez.


El primero de ellos pasa por el concepto artístico. La belleza persé. El concepto del arte como manifestación de lo sublime, de lo inefable y del concepto griego de aesthetica. Esto es, la percepción de formas, procesos, sensaciones a través de un prisma cultural y de identidad. La concepción que tanto Platón como Aristóteles hicieron de esta aesthetica era, precisamente, la percepción de la belleza y la influencia que esta tenía en la elaboración de juicios de valor, de creencias y de intervenciones del sujeto en el mundo. Y en esta novela, Pilar nos ha regalado belleza y arte a raudales. Si bien los cuadros costumbristas son el fotograma del momento, el arte lo ha desgranado a lo largo de toda la novela. Es ese acompañante silencioso que empapa todo lo que circunda y consigue elevar la acción que sucede.


Las pérgolas del Parque de María Luisa tienen una inspiración en Forestier.

Y esto se traduce, en primer lugar, en el concepto del jardín. El arte en la naturaleza es la primera parada. Pero en esta novela el jardín no actúa solo como espacio físico de una casa veraniega. Aquí el jardín es la prolongación de Verónica en primera instancia y de Olivia después. Es el oasis, el principio de todo, la creación sublime del “sumo hacedor”, la explosión de colores, formas y olores. La arquitectura natural que se abre camino a pesar de los sesgos o de la intencionalidad de adecuación social. Es ese jardín salvaje, el que está lejos de la casa, el que nadie quiere ver, cuidar y trabajar, donde Verónica se desarrolla como persona. El lugar en el que los recuerdos vuelven en formato fotográfico y donde Olivia deja la infancia para deleitarse en los placeres del amor adolescente. Es el mismo espacio donde existe una reivindicación hacia su marido, un punto y aparte en su vida. El lenguaje de las plantas dicta sentencia mientras que Verónica se engalana y se empodera. Y como si de Anita Ekberg en la Dolce Vita se tratara, retrata la elegancia, la sensualidad y la provocación a partes iguales (aunque no hubiera Fontana di Trevi por medio). Las herramientas con las que enmudeció a la alta esfera social española que veraneaba en Málaga son la guinda del pastel a una vida que le quedaba pequeña.


Por ello, quizá, esa escena final, la intensidad y los detalles que la configuran dejan en un segundo plano quién asesinó a Verónica. No es la piedra de toque fundamental llegados a este punto. Es decir, Pilar ha tenido la capacidad para desarrollar un proceso psicológico en el que el lector quiere conocer quién está detrás que la muerte de Verónica para terminar, valga la redundancia, muriendo en la orilla. Ese interrogante del comienzo del libro se diluye en el convite y en la explosión final de la novela. No es necesario saber más porque el viaje ya está hecho. Se ha ido madurando junto a Olivia y sus reflexiones, disquisiciones y conjeturas. Es por ello que el concepto thriller se me queda corto en esta novela. Aquí hay mucho más.


Existe, además, una extensión de este jardín a otros espacios que también cobran vida. El Parque de la Concepción con esa descripción sutil y su vinculación con El puente japonés de Monet o el cementerio anglicano de San Jorge. “Paseo por allí por adhesión a la belleza” nos regala Pilar. La muerte, incluso, viene impregnada de arte. Es la belleza de una ausencia, del recuerdo del que ya no está. Del silencio y la recreación por la estética; el gusto por la imagen y por lo que transmite. Y allí nos sitúa. En el centro de una experiencia fundante con el arte. Por la inherencia del ser humano a acercarse a lo bello.


Parque de la Concepción de Málaga

Es por tanto la naturaleza otra de las variables que definen la novela. Porque no se concibe como algo distinto al arte. Es una simbiosis existencial (de vuelta al binomio principal) que se traduce en uno de los pocos motores vitales que tiene Verónica.


La belleza también se percibe en la concepción del tiempo y del espacio y en la descripción de los personajes. Es una belleza perenne, un Modernismo contextual que permite traer a la mente lo estético de una tarde de verano. El fulgor de un sol castigador sobre las paredes blancas de las zonas de costa. El aletargamiento de las horas infinitas de verano hasta que el calor aminora. Los tiempos muertos de la vida. En esas descripciones también hay una belleza sutil y pasajera. La que provoca una leve sonrisa al lector porque, de una u otra manera, también hemos vivido así en nuestros veranos de la infancia y juventud. Las callejuelas y los sonidos del gentío; de una Málaga de comienzos del siglo XX. ¡Qué tributo tan bonito para esta ciudad!


Junto a ello también está la descripción humana. Hay una imagen reveladora en la novela que, nuevamente, la vivimos a través de la mirada adolescente de Olivia. Esa no es otra que la de Adán refrescándose con la manguera del jardín bajo el sol estival. Es la cincelación de la escultura clásica, de la proporción y la belleza, de la anatomía y el mármol. Es el frenesí visceral de Olivia ante su primer amor y el descubrimiento de las emociones primarias. No es una descripción al uso y ahí, nuevamente, vuelve la chispa estética.


“El amor en la adolescencia es un resplandor que nos atraviesa, y después buscamos repetirlo el resto de la vida. Pero se van sucediendo los desencantos y nos convencemos de que aquel sol no era el amor, sino el primer reconocimiento de la belleza”.

Y junto a ella el resto de personajes que impregnan la obra. Con un predominio femenino claro, la tercera pata de la relación madre e hija viene determinada por Frasca. Es ese personaje perfectamente ubicado en un segundo plano por su estatus social pero que va cogiendo enteros a medida que la historia se desarrolla. Es ese perfil de personaje cuyo arco argumental va seduciendo al lector/a poquito a poco. Si bien al comienzo de la novela puede resultar un tanto distante y con poca empatía, su evolución y sus giros sí van descubriendo una mujer con valores, con aspiraciones y con un amor que entregar bajo el tupido velo del servicio.


A todo este torrente artístico, trascendental y bello se suman las dimensiones psicológicas e interrelacionales de los personajes. Es tan potente el vínculo que Pilar ha creado entre Olivia y Verónica que este es el leitmotiv que da sentido a la novela. La reciprocidad de madre e hija que ya se configura antes de nacer. Con una batalla vital que las lleva a puntos opuestos. Con el distanciamiento en la época adolescente y el regreso “del hijo pródigo” a los brazos de la madre. Es la identificación de uno mismo con su progenitor. El paso de la vida y la seña de identidad que nos configura. El legado atemporal que brinda una madre a su hija. El terremoto y la herencia, quizá a veces no deseada, de la forma de exprimir nuestro tiempo en esta vida.


Y aquí brota todo de nuevo. El corazón, el arte, lo que mueve nuestras entrañas para hacernos sentir vivos, aunque ello suponga una lucha titánica con lo circundante. La configuración humana que, como se apuntaba previamente, es una figura poliédrica compuesta de muchas caras y con muchas aristas. Las mismas que se traducen en nombres propios, rostros, experiencias y vivencias que van dando color y forma a dicha figura. Ese vergel humano que no puede seguir unas normas definidas, sino que se aloja en ese “jardín salvaje”, en lo que está más allá, en lo que nos empuja a salir de la zona de confort para afrontar el mundo. Es, en definitiva, aquello que nos toca el corazón para desbordarlo fuera.


De ahí que la relación y la cimentación entre Olivia y Verónica deba ser tan tortuosa a lo largo de las páginas. Principalmente por la incomprensión inicial de su hija, el desapego que siente hacia su madre por haber roto las normas preestablecidas y la admiración y cariño que redescubre cuando la siente libre y auténtica. Es ahí donde radica ese viento que sopla salvaje.


Así, y sin que el lector/a se percate, se van sumando los estratos, las aristas o las dimensiones de la novela. Una explosión estética en todos los sentidos. Un viaje que cuestiona pilares básicos de nuestra existencia aquí, en esta tierra. Y un descubrimiento personal.


Esas miradas que han hecho una introspección a lo más hondo del individuo resurgen de nuevo para cerrar la novela. Vuelven a ser esos ojos que han vivido tanto los que definen su proceso vital. Y aquí entra la suerte que hemos tenido los lectores de imbuirnos en esta historia abierta en canal.


Para mí ha sido un disfrute único. Principalmente porque esta es una obra de percepciones, de estética y de autoconocimiento. De despliegue literario y de cuestionamiento personal. Porque va más allá. Porque te exige saber mirar más allá. Y porque en esa invitación, la literatura vuelve a ser de nuevo el recipiente que nos conecta con mil vidas —incluida la nuestra—. La que no se queda en el mero entretenimiento, sino que ofrece al lector/a una experiencia emocional. Y ahí, esa sucesión de capas que han ido conformando la novela la convierten en una historia sensacional.


¡¡Mi más sincera enhorabuena, Pilar!!. El viaje, la vida y el arte siempre merecen la pena. Es así como se enriquece el alma y el espíritu. Y voy bien servida de todas ellas. Una explosión en todos los sentidos. Como ese pica-pica de la infancia que provocaba de todo en nosotros nada más saborearlo. Tal cual. :)


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