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Amor médico o cómo Tirso sabía de qué iba la peli.


Los puestecitos de la cuesta Moyano estaban cerrados casi en su totalidad y un premonitorio frío en el mes nono acompañaba las tardes del inicio de las rutinas diarias. Los olores del vecino Botánico y la estatua de un Pío Baroja oteando la infinitud de la lejana plaza de Carlos V completaban la escena compartida con una construcción, a priori, un tanto desconcertante: el corral de Cervantes.

Y allí, en ese constructo de chapa y tela, cobró vida una de esas obras que debería ser un ejemplo de composición, denuncia y crítica (todo en uno) como es Amor médico de Tirso de Molina. Y digo esto, –permítanme la licencia y el lapsus en este inicio del escrito– porque seguramente asociemos el nombre del dramaturgo madrileño con algunas obras estudiadas hasta la saciedad en el colegio: El burlador de Sevilla o Don Gil de las calzas verdes. ¿Quién no recuerda haber escuchado que el burlador no es sino el precursor del concepto de Don Juan que luego veríamos en el XIX en la obra de Zorrilla o en las alusiones al Don Álvaro del Duque de Rivas?.

Quizá porque el denominador común de las dos obras ya mencionadas previamente sean los personajes masculinos, viraré hacia el espectáculo que he tenido la suerte de presenciar y que sigue descubriendo el papel y la defensa que Tirso hacía de la mujer y los perfiles femeninos tan bien definidos en su obra.

Pararemos nuestra atención en el nicho de la comedia y cómo fragua un mundo literario en el que las intrigas y enredos confunden las realidades más latentes con los deseos más desesperados de los personajes. La conjunción de estos ingredientes con el estudio psicológico y pormenorizado de sus personajes convierte a sus obras en un producto integral y holístico que afecta a todos los sentidos y que busca que el espectador empatice con algunos de los arquetipos de este teatro del Siglo de Oro. Supone, por tanto, una auténtica arquitectura teatral que pone de manifiesto un tema que hoy día estaría en boca de muchos: la mujer.

Y es aquí donde surge una vuelta de tuerca en la pluma del autor. Por supuesto que esta es una comedia de enredo donde todo parece enmarañado y los espectadores estamos expectantes por conocer cómo se resuelve el conflicto. Y por supuesto que en dicha obra la protagonista lucha por su enamorado. Pero –y aquí es donde aparece una literatura disruptiva absolutamente para el momento histórico en que se escribe– es que Jerónima, la protagonista, también lucha por su vocación profesional: ser médico. ¿Quién podría imaginar que en el siglo XVII una mujer podría llegar a serlo? ¿Quién, además, tendría el valor para hacerse pasar por hombre y luchar por aquello que ama?

No se puede negar que la obra de amor médico es un espécimen raro entre el género habitual del momento. No es chocante, sin embargo, conocer a un Tirso capaz de definir y defender a la mujer y a los personajes femeninos en algunas de sus obras. Y esto es digno de agradecer y admirar.

Tampoco sabemos si allá por 1619 o 1620 (los estudiosos no están de acuerdo en fechar con exactitud el nacimiento de esta pieza) la obra nacía como una necesidad catártica del autor o como una denuncia en aquel momento (algo así como el "Me too" del Siglo de Oro); lo que sí tenemos claro es que este religioso mercedario devolvió en los libretos dramáticos lo que le estaba vetado en la vida real a las mujeres (o, al menos, a la gran mayoría): estudiar, formarse, conocer y aprender. Y con esto, –vuelvo de nuevo a poner un inciso en el desarrollo de estas ideas– lo admirable de Tirso es que nos pone un poquito más de picante en la herida. No elige una profesión cualquiera, sino que la medicina se convierte en un elemento que completa el potencial de la mujer. A lo largo de la obra, incluso, llegamos a apreciar como Jerónima y el Doctor Barbosa (su doctor Jekyll y Mister Hyde particulares) llegan a convertirse en médico de cámara. El más alto escalafón profesional. Ha tocado techo. Y ha sido una mujer. Su talento, su capacidad, sus conocimientos y cualquier otra vertiente han servido para que se valore su trabajo. Lástima que creyeran que se trataba de un hombre (la pobre Estefanía incluida).


Toda esta conjunción teatral y literaria, propia de unos siglos muy cultivados en nuestro acervo cultural, nunca pisó escenario. Ha pasado sin pena ni gloria por el devenir de los años como cualquier otra obra posible. Pero es importante destacar que tiene un valor –igual que otras muchas suyas de las catalogadas como de capa y espada y las de enredos– excepcional. Tienen un léxico cuidado, una gramática inteligente y unos juegos fonéticos con la introducción y el uso de la lengua romance vecina (dentro del llamado “ciclo portugués” de Tirso) que serían como los programas de zapping de hoy día: un conjunto de clichés que buscan la carcajada fácil y divertida. Y lo consiguieron. Al menos es lo que interpretamos.


Pero llegados a este punto… ¿cómo sería posible hacer legible y digerible una obra de este porte en pleno siglo XXI? No precisamente por el mensaje, que es de rabiosa actualidad, sino por el continente que la envuelve. Y es aquí donde debo quitarme los sombreros de ala ancha que tuviéramos a bien tener con nosotros y rendir pleitesía a la adaptación que Alberto Gálvez ha llevado a cabo y que se ha representado en la Fiesta Corral de Cervantes durante el mes de septiembre. La compañía Ensamble Bufo nos regala una representación cargada con baterías y guitarras eléctricas, piezas musicales de muy diversos tipos, letras reivindicativas y hasta una chirigota final. Todo en ochenta minutos de representación.

Soberbios están los que conquistan el escenario. María Besant, quien encarna a Jerónima, Doctor Barbosa y Doña Marta, muestra un despliegue de profesionalidad y calidad técnica que va desde la timidez escondida tras un abanico, pasando por los sonidos más guturales para diagnosticar un mal en un paciente hasta los vocablos portugueses más recónditos. Juega con tres personajes distintos que tienen una misma esencia, la de una mujer que busca sus dos amores: el personal y el profesional. Es la versatilidad escénica y la maestría a la hora de dominar un lenguaje puramente barroco, con sus expresiones, giros y propuestas. Maravillosa.

Lo mismo sucede con Esther Isla, que asume dos roles sociales completamente opuestos. Pasando de ser Quiteria, esa doncella sevillana de baja clase social que se percibe a la legua por los usos y requiebros con el lenguaje, pasando a ser Doña Estefanía, mujer enamorada del misterioso Doctor Barbosa. Un abanico de registro y prestancia en el escenario que exige un punto que está totalmente conseguido.

Y, como no podía ser de otra manera, el elenco masculino dota a esta comedia de un potencial fabuloso. Carlos Jiménez-Alfaro, Jorge Muñoz y Daniel Llull llevan a la vida a los arquetipos más conocidos del periodo Barroco. Desde el joven que debe escapar porque su pasado le persigue, pasando por el fiel consejero que está enamorado de la doncella de la protagonista o el amigo de Don Gaspar que busca, desesperadamente, encontrar el amor de una mujer que le da calabazas una vez tras otra. Sencillamente, impecables.

Es la capacidad de declamar de corrido un panfleto barroco, introducir pequeños guiños al espectador del siglo XXI y ser fiel a la idea o concepto que Tirso tenía en la cabeza lo que convierten a este espectáculo en una cita ineludible con el teatro clásico.

El frenesí y la evolución de la trama, los enredos principales y secundarios, las huidas y los enamoramientos a través de rejas o las incógnitas detrás de un velo enganchan al espectador desde el minuto uno. Es, además, exigente con quien está dispuesto a verlo. Porque así debe ser y porque el tema y la conciencia lo exigen.


Una auténtica delicia toparse con construcciones de este tipo que siguen reivindicando el papel de la mujer en el ámbito laboral, la igualdad de oportunidades y la necesidad de sentirse realizada en cualquier faceta profesional. Seguramente el gran Tirso lo tenía muy claro antaño y, probablemente, si hoy viviera, en vez de convertirla en médico también habría apostado por alguna ingeniería, arquitectura o inteligencia artificial. Lo realmente importante de todo esto es que un hombre como Gabriel Téllez (Tirso para los amigos) lo plasmó en un papel y le dio la voz y espacio que merecían. Lástima que la historia los fuera horadando al margen de lo que hoy se “debe estudiar” en la educación secundaria obligatoria. Pero, al mismo tiempo, quizá sea un revulsivo para sacarla del cajón, desempolvarla y ponerla sobre la mesa como una muestra más de la grandeza de algunos de nuestros autores a lo largo de los siglos.

Gracias, Tirso, pero gracias también al elenco de actores y actrices que han dado un giro de tuerca a la obra, han sabido actualizarla, acercarla al público pero sin perder la esencia y sello que la caracteriza.

Así da gusto volver al teatro. 

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